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10 de diciembre 2025 - 12:51hs

Cuando un país se da el lujo de perder quinientos millones de dólares en inversión no está ante un problema técnico, sino ante un síntoma político. La decisión de Tether, el mayor emisor de stablecoins del mundo, de cerrar definitivamente su operación de minería en Uruguay y despedir a treinta trabajadores no es solo la historia de una disputa por tarifas eléctricas. Es, mirada con la frialdad de los mercados internacionales, la señal de un país que se promociona con una confiabilidad que, en la hora de la verdad, no siempre logra ejercer.

Existe una contradicción flagrante que el gobierno uruguayo debería observar con preocupación. Mientras Uruguay XXI exhibe en su vidriera digital a un país previsible, un “socio ideal” y una puerta de entrada segura a América Latina, la realidad operativa desmiente a la retórica. En la teoría, existe una estructura de Promoción de Inversiones y Aftercare diseñada para blindar a las empresas instaladas. En la práctica, sin embargo, una de las corporaciones tecnológicas más poderosas del mundo se retiró. Ese contraste agrava la falla de gestión y vuelve más elocuente el mensaje. Y en materia de reputación el resultado final es todo lo que importa.

La competencia global por inversiones no se gana con promesas, sino con coherencia entre lo que se ofrece y lo que se cumple.

Tether había proyectado centros de datos y una expansión de infraestructura crítica. No obstante, el epílogo fue una retirada tras meses de negociaciones fallidas con la empresa estatal UTE. El país se enfrascó en una discusión menor sobre facturas, garantías y reclamos tarifarios, perdiendo de vista lo esencial. En inversiones de esta escala, las decisiones administrativas devienen, inevitablemente, en señales políticas de alto impacto.

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Lo que subyace es una contradicción estructural que compromete el modelo de desarrollo. Uruguay aspira a ser un hub tecnológico, pero sostiene tarifas eléctricas industriales que figuran entre las más onerosas de la región. Su matriz renovable es un activo envidiable, pero su costo termina por tornar inviables los proyectos intensivos en energía que el mismo país dice buscar.

Faltó, ante todo, una postura clara. Se habló de nuevas economías digitales y modernización mientras, en los hechos, se manejó en forma amateur la expansión de una compañía y se acumulaban problemas operativos. No importa dirimir quién tenía la razón contable; lo grave es el mensaje que deja el corte de energía a un gran consumidor industrial.

El daño reputacional opera en una esfera invisible pero letal, como lo es el “boca a boca” corporativo, y suele ser determinante. Los inversores conversan entre ellos. Cuando un capital se retira frustrado, no solo cierra una planta, inaugura una conversación privada donde Uruguay aparece como un destino en el que las reglas escritas poseen una firmeza que las reglas aplicadas desconocen.

Uno de los principales ejecutivos de Tether figura en los rankings internacionales con una fortuna personal superior a los veinte mil millones de dólares, es decir, alguien que se mueve en la primera línea del capital global. En Uruguay, en cambio, se lo trató como a un gran consumidor más, sin una estrategia a la altura del interlocutor.

El ministro de Economía acierta al repetir que el crecimiento depende de la inversión, pero esa verdad se debilita cuando el Estado observa impávido la pérdida de un proyecto extraordinario sin una reflexión pública proporcional. El verdadero desafío no es atraer capitales con eslóganes, sino sostenerlos con previsibilidad y profesionalismo.

La salida de Tether debería ser el principio de una conversación que el país no puede seguir postergando. La competencia global exige una coherencia estricta entre lo que se promete y lo que se cumple. Uruguay dejó que una oportunidad se fuera sin reaccionar, como si nadie hubiera visto el tren arrancar. En palabras de Jaime Roos, “mi último tren se iba y nadie me dijo nada”. Esa ausencia de aviso describe mejor que cualquier análisis la verdadera dimensión del problema.

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