Imagine que el transatlántico en el que viaja por el océano se hunde sin remedio. Y que la posibilidad de abordar la única balsa de salvataje que queda disponible depende de que mencione correctamente alguno de los símbolos patrios que construyen la identidad del Uruguay. ¿Cuál sería el primero que se le vendría a la mente? Posiblemente, el pabellón nacional, o la bandera de Artigas. O el escudo. O incluso el himno, por qué no. De lo que hay pocas probabilidades es de que su supervivencia, en ese escenario, esté dada por mencionar al único de ese grupo de símbolos que ha quedado relegado del imaginario colectivo: la escarapela.
Oculta tras los velos de la historia y el desuso de las últimas décadas, ella sigue ahí. En el mismo sitio en el que fue colgada junto a los otros cinco símbolos instaurados por la ley de 1828 —es la última de la lista oficial, claro—. Pasaron los años, el escudo se mantiene con cambios, las banderas se rasgan, se queman al final de su vida, pero siguen flameando a la vista, el himno se abrevia pero se canta hasta en el cine, ¿y la escarapela? Saludos. Pero no siempre fue así.
De hecho, la escarapela también cambió un par de veces a lo largo de su historia. En sus inicios, la ley estipulaba una línea clara y definida:
“La escarapela nacional será azul celeste”
El óvalo de ese color se mantuvo incambiado durante casi noventa años, hasta que se sumó una especificación: una nueva escarapela destinada a uso militar. En 1916, la ley definió que la escarapela del Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea debía llevar los colores de la bandera de Artigas, y en 1956 la versión civil adoptó los colores de la Bandera Nacional y dejó el celeste para siempre.
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Y ya que estamos con el tema de los colores, una pequeña digresión histórica, porque ese celeste, hoy ausente de todos los símbolos patrios, sigue muy presente en el imaginario como distintivo nacional. ¿Por qué? La historia es bastante conocida, pero vale repasarla.
Antes de la Batalla de Carpintería, que enfrentó el 19 de setiembre de 1836 al ejército leal al gobierno de Manuel Oribe y a las fuerzas revolucionarias de Fructuoso Rivera, los segundos usaban divisas celestes, basadas en las del Escudo, pero como se desteñían y se volvían blancas, se las cambió por otras de color rojo. Así surgieron las divisas de los Blancos y los Colorados.
Durante la Guerra Grande, el celeste siguió identificando al gobierno centralizado de Rivera, pero de a poco fue quedando como un remanente histórico que hoy encontramos casi que de forma exclusiva en la indumentaria de las selecciones deportivas nacionales, entre otros rincones vernáculos.
El olvido y lo que siguió
Pero entonces: hoy, 2025, año del Bicentenario de la Declaratoria de la Independencia, encontrar a alguien que use una escarapela es como encontrar un unicornio en la Rambla. Porque, además, esa es otra particularidad: la escarapela es el único símbolo patrio que se usa en la vestimenta —uno puede ponerse una bandera de poncho, pero se entiende el punto—.
El historiador Leonardo Borges puntualiza que es curioso que la poca atención que se le da a la escarapela se dé en un país que está pegado a uno que sí la tiene muy presente.
“Estamos muy cercanos a un país que sí le da muchísima importancia, que es la Argentina. Los uruguayos no solemos andar con la escarapela, ni siquiera en los días patrios. Pero en Argentina es algo muy normal, hasta hoy en día. No solo hacen un panegírico de lo que es la patria en esas fechas especiales, sino que utilizan la escarapela como forma de diferenciarse, y no solo en escuelas y centros educativos. Para ellos era una forma de diferenciarse como blasón. En Uruguay se perdió completamente”, explica.
Para Marcel Suárez, actual director de la Comisión de Patrimonio de la Nación e historiador especializado en historia del arte, hay una teoría de porqué el símbolo perdió pie frente a otros: tiene que ver con lo que vivimos como país durante la dictadura.
“Es un símbolo que sobre todo en el área metropolitana se ha dejado de usar”, comienza.
“Me atrevo a decir que un período que distorsionó el valor de los símbolos nacionales fue el período militar, el de la dictadura”, asegura, y menciona por ejemplo la forma en la que se remarcaba el nacionalismo durante el llamado Año de la Orientalidad, el 1975.
“La dictadura insistió mucho en el uso de los símbolos nacionales, buscó generar una legitimación y un arraigo, que generó en parte de la población un cierto rechazo, una resistencia. Y cuando volvemos a la democracia, algunas personas quedaron con esa experiencia traumática y los más jóvenes ya lo empezaron a ver como algo distante. Creo que en ese proceso le tocó a la escarapela nacional caer en desuso”, reflexiona.
El interior se acuerda
Una de las reflexiones de Suárez queda picando: el área metropolitana de Montevideo es el lugar donde, aparentemente, menos lugar tiene la escarapela. Y tiene sentido porque es en el interior donde la relación con cierto nacionalismo originario puede que tenga más arraigo. Si sirve de muestra, existe una capital departamental uruguaya que, desde hace dos años, decidió rendirle tributo al símbolo de la escarapela de forma maximalistas.
Durante los últimos días de agosto, el gobierno de Treinta y Tres colgó de su obelisco —el más alto del país, según indican desde la comuna— la “escarapela más grande del mundo”, una mega artesanía que sirve para homenajear el bicentenario de la Independencia.
Según la información de la Intendencia de ese departamento, el trabajo fue hecho por dos artesanas locales que utilizaron más de 750 metros de tela para su confección. La escarapela gigante mide en total seis metros de diámetro, y la tradición de armarla comenzó en 2024. Hoy el obelisco viste el símbolo como antes se podía llevar prendido del pecho.
Entre esas recuperaciones gigantescas y un olvido que parece más agudizado frente al lugar que tienen los otros símbolos, la escarapela permanece en el año en el que comienzan los festejos del Bicentenario del proceso de Independencia. El sexto símbolo no desapareció, pero no está muy presente que digamos. ¿Qué dice eso de la forma en la que nos relacionamos como nación con nuestro pasado? ¿Qué dice sobre la forma en la que los uruguayos mostramos nuestro nacionalismo, la forma en la que lo portamos? Las preguntas quedan abiertas. Y la escarapela espera paciente a que las respondamos para, tal vez, ganar más protagonismo. O tal vez no.