El escenario es un precario ring de boxeo plantado en el patio de una escuela local de Selembao, uno de los tantos barrios pobrísimos del Kinshasa, en la República Democrática del Congo. Hasta allí llegaron, por la noche, unas doscientas personas para presenciar el espectáculo.
La entrada cuesta 3.000 francos congoleños (US$ 1,24) para los adultos y 1.500 para los niños. Las rondas de cigarrillos pasan de mano en mano, los hombres beben licores locales y una banda de música ameniza la espera del comienzo entre aplausos y gritos del público. Como no hay electricidad, todo ocurre a la luz de la luna, lo que le da mayor emotividad al espectáculo.
Se trata de una noche de “lucha libre fetichista”, una mezcla de deporte, magia, mística y show que nació en este país, aunque se desconocen los orígenes precisos.
Como en la lucha libre tradicional, los participantes compiten imitando violentas peleas. Pero aquí también recurren a rituales. Las reglas son dos, bien marcadas: entretener al público y romper tabúes. Los jurados puntúan a los contrincantes según la técnica, el valor y, obviamente, la “magia”.
Practicado en los barrios más pobres de Kinshasa, algunos expertos dicen que los primeros enfrentamientos se remontan a los años ‘70 y al legendario combate de boxeo entre Mohamed Ali y George Foreman en un estadio de la capital congoleña, pero nada está muy claro. Los luchadores dicen, sencillamente, que siguieron el ejemplo de sus mayores.
Es el caso, por ejemplo, de una de las más aplaudidas y esperadas: Ornella Lukeba. Con una peluca roja y un bastón con “poderes místicos”, a Ornella se la conoce como Maitresse Libondans, y dice a la agencia de noticias AFP que dedica toda su vida “a la lucha libre fetichista”.
Toda la vida de Maitresse Libondans son 28 años. Y mientras clava sus ojos negros más allá del ring destartalado que en unos minutos la va a tener como atracción, enumera las técnicas que utiliza invocando a los espíritus de sus antepasados para que le ayuden a hechizar a sus adversarios y ganar los combates. “Sólo subo al ring si mis antepasados me garantizan la victoria”, dice. Y agrega que su arma triunfante son sus pechos, los que muestra en todo su esplendor a sus adversarios para hipnotizarlos y derrotarlos: “Mi último combate lo gané obligando a mi rival a chuparlos, y esta noche los ancestros me dicen que lo intente de nuevo”.
En el primer combate, un luchador vestido de mujer vence a su adversario con un hechizo y lanza llamas al ring. El público delira y la banda comienza a tocar nuevamente presagiando la continuidad.
En un rincón más oscuro aún, Maitresse Libondans se prepara para enfrentar a su adversario, Masamba. La luchadora susurra conjuros sobre una docena de botellitas de cerveza que bebe con otros participantes y organizadores, sentados en círculo. Sus enormes ojos negros se abren de par en par y todos comprenden que los espíritus están allí para ayudarla.
Maitresse Libondans se arranca la peluca y comienza a desfilar delante de su oponente al son de la banda de música. Masamba es duro, no va a vender tan fácilmente su derrota. Ambos luchan enroscándose con brazos y piernas al cuerpo del contrario y caen al suelo imitando agresiones sexuales mientras el público los vitorea y ríe.
El celebrado KO llega cuando Maitresse se sube la camiseta y muestra sus pechos a su oponente y al árbitro, que, como poseídos, comienzan a chuparlos frenéticamente dando por terminado el combate.
La triunfadora hace bailar al dúo hipnotizado al ritmo de trompetas y trombones mientras se retira del ring ante la aclamación popular. Ya entre el público, dice a AFP que “algunas personas me tienen miedo, pero tengo multitud de fans”.
Las recompensas económicas de los gladiadores varían. Pueden llegar a miles de dólares para los eventos importantes. Y si bien muchos luchadores afirman vivir de las ganancias de sus peleas, la mayoría admite que complementa sus ingresos trabajando como curanderos tradicionales.
Es el caso de Pantera, otro luchador fetichista de Selembao: “La gente viene de lejos para mis curaciones. Esta noche no participo de los combates porque las ganancias son demasiado escasas”.
Pero llegó hasta aquí como operación de marketing. Pantera, de 48 años, lleva la cara cubierta de talco y realiza rituales en otro oscuro rincón del patio de la escuelita, “su templo”, como lo llama, decorado con figuras, velas y carteles donde se lee “templo de la muerte” y “demonio negro”. Mientras pronuncia encantamientos, pone un cigarrillo en la boca de una estatuilla que aspira el humo y luego lo escupe.
El broche de oro de la velada es el combate que gana un oficial del ejército congoleño, vestido con un tutú rosa y un pequeño top ajustado.
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