La fuga del Chapo es un duro golpe político para Peña Nieto

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La fuga del Chapo y el laberinto mexicano

México en su peor crisis de confianza tras el escape del narco más buscado
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17 de julio de 2015 a las 05:00
La noche del último sábado marcará sin duda una divisoria de aguas, un antes y un después, en la historia de la lucha contra el narcotráfico, en la de los escapes de prisión y en la del crimen organizado en general.

Estaba todo dispuesto para su fuga espectacular —de ribetes cinematográficos— del penal de máxima seguridad del Altiplano, un fuerte inexpugnable del que jamás se había escapado nadie, ni los más grandes capos mexicanos de la droga que desde hace años purgan condena en sus celdas vigiladas día y noche. El hombre recorre el interior de su calabozo un par de veces con visible ansiedad, mira algo en la zona de duchas y vuelve a sentarse en la cama. Se cambia los zapatos, sus nervios traspasan la grabación de las cámaras de seguridad del penal. Ahora parece tomar aliento, como dándose fuerzas antes de emprender una batalla decisiva. Se levanta rápidamente, camina otra vez hacia la ducha. Y desaparece.

El Chapo Guzmán, Joaquín Guzmán Loera, el narcotraficante más buscado del planeta, lo ha hecho otra vez. Se ha ido, se ha desvanecido en el pesado aire de la corrupción mexicana, se ha tomado los vientos por un sofisticado túnel construido especialmente para la ocasión por sus bien pagados ingenieros, legendarios en el perfeccionamiento de estos corredores subterráneos del crimen. Y con esta ya segunda fuga, el caponarco número uno ha dado al traste con la credibilidad, la integridad y todo viso de prestigio que le podía quedar al Estado, a las instituciones y al gobierno de México. Un golpe demoledor para la administración del presidente Enrique Peña Nieto, a la sazón, de visita oficial en París, rindiéndole honores a la toma de la Bastilla, la misma que fundó el Estado de derecho que hoy, más que nunca, se ensombrece bajo el espeso manto de las infinitas dudas y sospechas de la sociedad mexicana.

La captura del Chapo, en febrero del año pasado, había sido ampliamente reseñada como el mayor golpe de la historia asestado al narcotráfico y como el principal logro de Peña Nieto en el combate al crimen organizado, sino es que en todos los aspectos de su hasta entonces año y poco de gestión. El crecimiento de la economía mexicana y el llamado Pacto por México para lanzar una serie de reformas estructurales de gran calado hicieron el resto para que ese mismo mes fuera tapa de la revista TIME bajo el elogioso título de "Salvando a México". El joven mandatario mexicano saboreaba las mieles del éxito en la cúspide de su carrera política y era la estrella de los mercados y de los medios internacionales, que ya anunciaban con bombos y platillos la entrada triunfal de México al primer mundo.

Todo se vino abajo en el último año. La masacre de Iguala en septiembre del año pasado, que enfrentó a México contra el opaco espejo de la violencia y la impunidad con las que convive; los escándalos de las fastuosas mansiones inexplicablemente adquiridas por su esposa y uno de sus colaboradores más cercanos y las sospechas, cada vez más fundadas, de que el PRI ha regresado al poder sin perder un ápice de las viejas mañas y de la corrupción con que durante 70 años gobernó el país, han revertido en redondo la situación y hundido su imagen hasta el fondo de la opinión pública, tanto en México como en el exterior.

La segunda fuga del Chapo —quien el presidente había asegurado que esta vez no escaparía de prisión y cuya extradición a Estados Unidos había negado más de una vez sobre la base de esas mismas certezas— ha venido a coronar toda esa debacle de Peña Nieto en el peor momento, justo cuando empezaba a recobrar algo de la credibilidad perdida, tras los buenos resultados obtenidos por su partido en las elecciones de medio término, y mientras paseaba con su esposa por el romanticismo de La Rive Gauche.

Peña Nieto se negó a interrumpir su visita a Francia para regresar a México y ponerle cara al Estado y al gobierno mexicano en estas horas aciagas. En su acartonado protocolo priísta de otros tiempos, entendió que un delincuente no podía marcar su agenda de Estado. Y hasta cierto punto tiene razón; o como escribió el excanciller mexicano Jorge Castañeda en su columna del diario Reforma, "hubiera sido de bananero" hacerlo. Sin embargo, no se trata de cualquier delincuente; se trata del enemigo público número uno. Ni se trata tampoco de cualquier momento, sino del punto más bajo de su presidencia. Recapturar al Chapo podría devolverle al presidente mexicano algo de aquellos galardones que hoy parecen tan lejanos.

Ha decidido no hacerlo y permanecer en "la ciudad luz", mientras los mexicanos se hunden en las sombras de esa frustración y ese pesimismo nacional al que tanto han contribuido históricamente sus gobernantes y que tan bien describiera Octavio Paz en El laberinto de la soledad.

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