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20 de mayo 2025 - 12:29hs

En un siglo, los partidos políticos cambian, las políticas públicas pueden no hacerlo. En Uruguay, la preocupación sobre el papel del Estado al servicio de la población, y sobre todo de su calidad de vida, me animaría a decir que es transversal entre alas y tiempos políticos desde el menos la génesis del Estado moderno.

Los tiempos del Pepe, dentro de los períodos progresistas en Latinoamérica, han sellado este ADN en un conjunto de cambios sobre la matriz de políticas sociales, que fueron un paso más allá de los cambios normativos a los que nuestra historia está acostumbrada. Pero claro, como un Quijote que pelea contra gigantes, en un país tomador de precios y casi que tomador de todo lo que pasa a su alrededor, la incidencia de los cambios es matizada por las posibilidades reales de sostenerlos y dirigirlos soberanamente.

En el agro uruguayo, las décadas del Pepe fueron de cambio, auge y esplendor, tanto por la dinámica sectorial global como por las políticas desplegadas sobre territorios agropecuarios. Casi como una columna estructurante entre el pueblo y “los de arriba”, la permeabilidad de la agenda pública sobre las demandas de la población agraria fue directamente proporcional a la concentración, extranjerización y sobreexplotación de los recursos humanos y naturales del agro uruguayo, al menos entre 2004 y 2015. La tierra, como baluarte y patrimonio, pero también como activo con valor de cambio, ha sido el tesoro preciado fundamental de ambos lados de la curva de la desigualdad.

Como una curita en una fractura expuesta, el Instituto Nacional de Colonización aparece en el escenario como el último refugio de la reforma agraria. Pero es cierto que su papel nunca ha sido protagónico, ni siquiera en su nacimiento en 1948. Hasta ayer, cuando en plena despedida del último prócer uruguayo, Alejandro “Pacha” Sánchez anunció la compra de 4.000 hectáreas de tierra para la cartera del ente. Polémico y oportuno momento para este anuncio. Pero, ¿qué representan estas 4.000 hectáreas en la cartera del INC? ¿Qué implicancias tienen para el agro uruguayo? ¿Qué incidencia tienen en la vida de los hogares agropecuarios? ¿Y del resto del país?

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La historia de una política de raya al medio con agujas estancadas

Una vez leí a un viejo político uruguayo decir que la colonización en Uruguay se puede definir como una “política de raya el medio”. Algo así como el conocido “ni muy muy, ni tan tan”, señalando la ingenuidad de la posibilidad de concretar algo como una reforma agraria a partir de la colonización pública. Él escribía esto cerca de mitad de siglo y enseguida recordé mis años en el INC. De grandes apuestas reformistas sostenidas en escritorios de roble, con poco campo (aunque más que antes) y muchos papeles empolvados. Logos coloridos y sistemas de información conviviendo con procedimientos densos, largos, costosos y muchas veces innecesarios. Lo que sí, dispuesta para las inauguraciones, grandes inversiones piloto sin replicar, adjudicaciones directas y otorgamiento de créditos a los más pobres del campo. Algunas veces exigidos de estar organizados para conseguir algo de lo propio.

El Instituto Nacional de Colonización fue creado en 1948, con la Ley 11.029. Desde su institucionalización, la acción colonizadora del Estado, medida en hectáreas, ha sido marginal si se la compara con el total de la superficie de tierras en producción agropecuaria. Con un total de 16.300.000 hectáreas en el agro (Censo General Agropecuario, 2011), el INC concentra bajo su órbita cerca de 550.000 hectáreas aproximadamente. Esto es un “3% de la superficie agropecuaria total del país, y el 19% de la superficie ocupada por la producción familiar”, según el propio INC (2023). Dejaremos lo de “LA producción familiar” por el momento. Pero veamos las cifras de tierras. Por lo pronto magras en relación a los totales, focalizada por principio de escacés y no por deliberación.

De este 3% del total de superficie explotada en el país, el INC es propietario del 70%, es decir, un 2,4% del total de superficie de tierra en producción, luego de que la Ley de Urgente Consideración desafectara cerca del 10% de su cartera de tierras (un 0,4% de la superficie total en producción a nivel país). El resto está “afectada” a la Ley 11.029: se rige bajo las normativas de la Ley de Colonización y modificativas, pero está bajo la propiedad de colonos, en general hombres productores “padres de familias” rurales. Esta división no es azarosa y sostiene un imaginario institucional y moral sobre “los colonos y sus familias”, y sus respectivos “problemas”, que difiere entre quienes son propietarios y arrendadores, productores y asalariados, varones y mujeres, personas jóvenes y viejas.

Pero aunque la torta de la colonización sea pequeña, hay un 20% de la producción familiar que se refugia en tierras del INC. Y se refugia porque, de no estar el INC, probablemente tampoco podrían permanecer en su lugar, al menos en condiciones dignas. No problematizaremos aquí la concepción sobre una homogeneidad definición de qué es, cómo se define y quienes de identifican como “la producción familiar” agropecuaria. Lo que podemos adelantar, es que llegar a un 20% de los más vulnerables, la focalización de la propia focalización, es aún insuficiente y lejano a una reforma agraria.

En este contexto, la adquisición de 4.000 hectáreas constituye una señal política del nuevo gobierno que, bajo el manto del líder, enseña las cartas más fuertes en la primera rueda y responde a un legado popular sobre el agro y su papel, más moral que material, de las familias rurales. ¿Es despreciable? No. Es una apuesta significativa del conjunto de uruguayos de cara a la mejora en la calidad de vida y producción de la población agropecuaria más vulnerable. Y es la expectativa de un actor relevante en la historia nacional, por perdurar en el tiempo. A veces al costo de su propio bienestar. ¿Es suficiente? Tampoco. En términos cuantitativos, bastan algunas reglas de tres para comprobar que no mueve la aguja, ni en la cartera de tierras del INC, ni en la estructura agraria nacional. De hecho, la historia de largo plazo ha mostrado como casi nada mueve a esta última, excepto el mundo del comercio internacional de productos agropecuarios.

A nivel económico-productivo, es difícil estimar, con parámetros generales, el impacto de las explotaciones desarrolladas en tierras del INC. Por un lado, porque la magnitud del impacto es distinta si se la considera a nivel país, o a nivel de un hogar. O incluso a nivel individual. La afectación es distinta según distintos sean los hogares, sus integrantes y la realidad en la que existen. Las acciones del estado para mejorar la vida de una familia y la producción de un sector, o la vida de un individuo y el desarrollo productivo agregado, a veces entran en tensión. Y los desafíos institucionales del estado por responder a las necesidades de estas familias en su complejidad, ni son netamente productivos ni pueden resolverse desde lo agropecuario. Quizá la clave sea ver más allá del hecho político y de las hectáreas de tierras, y conocer algo más del papel del INC en el cotidiano de las personas.

La colonización en la vida de la gente

Desde la colocación de alambrados hasta la convivencia con otras familias, quienes arriendan tierras del INC ven atravesado su cotidiano por expedientes, autorizaciones y notas de puño y letra, visitas técnicas e intercambios entre oficinas y campos, en trámites con demoras desacopladas a sus tiempos vitales y productivos. Es que las familias colonas son los propios inquilinos del Estado. Como una especie de Señor Barriga preocupado por el cobro de rentas, en la larga historia del INC, la gestión administrativa y documental de las tierras ha superado cuantitativamente las instancias de intervención técnica en los procedimientos.

La centralidad de las decisiones y las dinámicas en los territorios son medidados por oficinas regionales, lideradas por burócratas gerentes profesionales del área agronómica y personal administrativo. En la mayoría de casos, junto a otros profesionales de su misma área, y en algunos casos, por profesionales del área social, en general dedicados al trabajo con grupos y en menor medida con las familias colonas. La autonomía de las regionales suele estar limitada al plano de la opinión y sugerencia, las decisiones que toman son escazas y en general deben remitirse al Directorio. Esto establece tiempos y procesos, rígidos en contraste con la vida de la gente.

Las intervenciones institucionales median entre las necesidades de las personas, sus producciones, sus trabajos, sus hogares, sus vínculos vecinales, sus arreglos intrafamiliares, la distribución de sus recursos, entre otros. Todos sobre una misma tierra, propiedad del Estado. Median también en la definición de “los problemas” que enfrentan, y en sus soluciones. En la producción familiar, estos problemas se apoyan en las dinámicas de las familias, sobre desigualdades entre varones y mujeres, jóvenes y viejos, asalariados y empresarios. Roles y expectativas que las instituciones refuerzan cuando realizan intervenciones rengas y frugales. Incluso cuando intenten transformarlas creando sistemas, planes y programas (algunos “pilotos” de una sola vez, otros con unos pocos miles de pesos, asignados a muchas personas para muchas actividades).

El Pepe y la centralidad del bienestar, ante todo

Con matices, los gobiernos progresistas pretendieron revigorizar la función social de la colonización, y lo lograron parcialmente. Una Nueva Colonización (Vasallo, 2009) nació de sus planificaciones estratégicas quinquenales, procedimientos estandarizados y profesionalización de cuadros técnicos. También nacieron nuevos desafíos, con la compra de tierras, siempre poca, y la diversificación de sus destinatarios, siempre más de los que la tierra admite.

La inversión en tierra, como un botín preciado en disputa entre el Estado y el mercado donde el Estado siempre pierde, se lleva puesta la atención sobre los demás aspectos que hacen a la vida de las personas. Incluso para las personas que vivirán sobre ella. Y es comprensible, es la posibilidad de la permanencia, la resistencia de la existencia y el poder ser lo que se es o se desea ser. El problema, es la responsabilidad estatal por sostener modos de vida que exponen a las personas a la falta de acceso a la salud, a la educación de calidad, a oportunidades de empleo protegido, a servicios básicos como luz, agua potable y conectividad, a vivienda digna. Varios de los problemas que se encuentran en la despoblada ruralidad contemporánea.

En este contexto, la compra de 4.000 hectáreas para colonización es algo anecdótica. Pero no es cualquier anécdota, es el primer anuncio del nuevo gobierno nacional sobre una política pública para el agro. Muestra una pretensión por devolver al INC lo que le fue quitado. Pero quizás no en la forma en que el INC lo necesita, o principalmente en que sus familias de colonos y colonas necesitan. Crecer en tierras sin invertir seria y sostenidamente en el bienestar de las personas que habitan y trabajan en las colonias, es pan para hoy y hambre para mañana. De las experiencias asociativas desarmadas, comunidades peleadas, familias disgregadas e inversiones que no arrojan resultados acordes a su costo, el INC de hoy tiene aprendizajes que sacar sobre su camino previo. También de las experiencias exitosas, algunas invisibles y desconocidas, que potencian su viabilidad. Un estado presente en el agro antes y después del Pepe, debería desplazar al INC como último refugio para un agro que se desvanece en su propia historia y reivindicar la centralidad del bienestar sustantivo de las personas, más allá del gobierno de su felicidad y la de sus gobernantes. Pienso que esta sería la manera más genuina y honesta de honrar al Pepe.

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