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11 de septiembre 2025 - 5:00hs

Dicen que en el año 2017 empezó un mundo nuevo. Unos meses antes había fallecido el cubano Fidel Castro —una de las figuras protagónicas de buena parte del siglo XX—, el empresario Donald Trump había llegado por primera vez a la Presidencia de Estados Unidos, los británicos habían votado su separación de la Unión Europea y recién surgía TikTok.

Para el ensayista Omar Rincón fue el “año en que el periodismo se perdió” y dio inicio a la “política del siglo XXI”. Y eso que todavía no había ocurrido —ni estaba en la imaginación de casi nadie— la pandemia del covid-19, ni el resurgimiento de varias guerras o la explosión de la inteligencia artificial generativa.

Ahora hagamos el ejercicio de pensar en 100 adolescentes que en aquel “mundo nuevo” de 2017 entraban por primera vez a cursar el liceo en Uruguay. Imaginemos que esos 100 son representativos de todo el resto de esa población que entró a Secundaria y veamos qué pasó con ellos unos años después.

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Seis años después solo 32 de esos 100 adolescentes lograron graduarse —lo que en los papeles sería cursar en tiempo y forma—. Un año más tarde —léase el egreso con un año de retraso— se sumaron a los titulados casi ocho más. Y en ocho años de estudio (dos de retraso) se agregaron tres más. Es decir: con o sin retraso, solo 43% egresó.

¿Y el resto? Unos 13 todavía cursan el bachillerato. Hay dos que se habían quedado mucho más retrasados y están inscriptos en la educación media básica (otrora ciclo básico). Y acá viene el dato más llamativo: 42 no registran inscripción en la educación media, sin importar si se trata de liceos públicos o colegios privados, ni en una UTU u otra forma de educación habilitada… “se perdieron”.

Los datos nos son muy distintos si se toma a estudiantes que hayan entrado al liceo antes o después. Porque, pese a cambios de reglamentos y políticas nuevas, Uruguay sigue estando entre los cinco países de América Latina con peores porcentajes de graduación del bachillerato. Comparte el triste ranking con algunos de los sistemas más pobres de Centroamérica. Y la realidad es una de las que más desvela a las autoridades de ahora y de antes.

Para una de las cabezas de la llamada reforma educativa, Adriana Aristimuño, buena parte del problema estaba en la motivación: el liceo no era una propuesta “atractiva” para muchos adolescentes.

Para el nuevo director de Políticas Educativa, Antonio Romano, parte de la falla está en la selectividad: el sistema genera repetición, exámenes y filtros en lugar de acompañar más al estudiante.

Para el sociólogo Pablo Menese, da lo mismo terminar o no el liceo. Digamos que el mercado laboral apenas valora si un alumno terminó hasta noveno grado o lo hizo la enseñanza obligatoria. Recién el salto a la universidad empieza a hacerse notar. Pero para entonces muchos quedaron en el camino.

Para Laura —nombre ficticio de una joven que había caído presa por robar autos y se desescolarizó— “muchos adolescentes saben que hoy venden un poco de gramos (de droga), ganan más plata que sus padres, ascienden en el status del grupo, se creen Escobar y que pueden acceder a lo que el liceo no les da”.

Para el director de Investigación de la ANEP, Santiago Cardozo, parte del “fracaso” puede verse con años de anticipación, hasta en cómo empiezan a diferenciarse aquellos cuyo embarazo fue controlado y no.

Ninguna de las miradas, compartidas en distintas entrevistas con El Observador, son, a priori, contradictorias. Más bien se complementan. Y el siguiente gráfico, presentado en el Monitor Liceal de este miércoles, es una buena manera de dar cuenta esa inequidad-desmotivación-filtros-desincentivos.

Por eso volvamos al año 2017 y los adolescentes que ingresaron al liceo por primera vez ese año. Algunos de ellos entraron a Secundaria sin haber repetido jamás, con la edad teórica. Otros, en cambio, ya habían padecido tropiezos en el camino y se inscribieron con extraedad.

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Existe otra brecha, aunque mucho menos marcada: el sexo al nacer. Las mujeres avanzan y se gradúan mucho más en tiempo que sus pares varones.

Seis años después, casi cuatro de cada diez de los que habían entrado al liceo sin tropiezos previos, logró acabar el bachillerato en tiempo y forma. Entre los que ingresaron con extraedad, en cambio, solo uno de cada diez lo consiguió. Y con el correr del tiempo, la brecha entre unos y otros se agrandan, como si esos estudiantes que ya vinieron “con filtros” desde Primaria o Inicial, carguen esa mochila ad eternum.

“El año filtro”

La sola entrada al liceo es un cambio y los números lo reflejan. Mientras en sexto grado de escuela repite menos del 1% (0,8% es el último dato), ya en primer año de Secundaria la repetición asciende al 8%. Y la desvinculación es la explicación (dado que el nuevo reglamento permite una promoción condicional ante “asignaturas” que no llegan al mínimo aceptable). Aun así, el “año filtro” sigue siendo el pasaje a la educación media superior.

Lo que antes se llamaba cuarto de liceo tuvo una mejora significativa en su promoción (aumentó como 10 puntos en un año). Pero sigue siendo el grado en que más se repite y donde dos de cada 10 estudiantes quedan por el camino.

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El sociólogo Cardozo decía que es la explosión del período “demográficamente denso”. ¿En qué sentido? Los alumnos entran en la edad en que la ley les permite salir al mercado laboral, los varones toman más musculatura que les facilita que los contraten para trabajos de mayor uso de la fuerza, empiezan a mezclarse intenciones reproductivas, afectivas, y encima deben lidiar con un liceo en que, acorde se avanza en los grados, muchos docentes aumentan la exigencia porque fueron formados bajo otros paradigmas, y tienen que ir decidiendo qué orientación de bachillerato cursar.

No en vano, en el primer año de la educación media superior casi se duplica el porcentaje de estudiantes que se desvinculan.

De yapa: un indicador que podría complicar a un sistema que de por sí expulsa

Los reglamentos de pasaje de grado fueron flexibilizándose, fue atrasándose la edad en que los estudiantes deben definir su orientación vocacional, fueron armándose acompañamientos, pero cualquier mejora lidia con otro indicador que, tras la pandemia, no ha hecho otra cosa que emporar: la asistencia a clase.

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En los primeros años de liceo, faltar a una materia equivale a la inasistencia durante todo el día. Midiéndose así, las inasistencias fictas (que son la suma de la injustificadas más la mitad de la justificadas) vienen en aumento año a año. Es decir: los alumnos faltan cada vez más.

Si se mide de otro modo, teniendo en cuenta la asistencia aunque sea a algunas materias, casi la mitad de los alumnos falta el 11% o más de los días de clase.

De los que, por el contrario, faltan poco, muchas faltas de las que acumulan están vinculadas a las materias a contra-turno. Por ejemplo: estudiantes que van a clase toda la mañana, pero falta a la clase de Educación Física en la tarde.

De los días que se dictan asignaturas a contra-turno, el 56,4% de los estudiantes que faltaron parcialmente ese día, no asistieron únicamente a esas materias fuera del turno habitual.

Y eso podría estar vinculado a qué hacen los estudiantes en las horas fuera de turno, cómo puede incidir la expansión del tiempo pedagógico y, sobre todo, la necesidad de repensar la malla curricular.

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