La primera puerta que golpeó el Cachila cuando salió de la cárcel, la de la abuela

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Un día con el Cachila: una vida de mentiras "para romper los huevos", pobreza y muertes cercanas

Ángel Moreira fue absuelto del caso por el homicidio de Lola Chomnalez; estuvo tres años preso pero la Justicia entiende que no había pruebas suficientes para incriminarlo aunque la familia de la joven asesinada apelará la decisión
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25 de junio de 2022 a las 05:01

Adelina (87) se estaba yendo a acostar cuando escuchó un golpeteo fuerte en la puerta. Subió con dificultad los tramos de escaleras de su rancho que, como sigue el movimiento de pendientes que hay en la ciudad de Rivera, está construido en bajada. 

—¿Quién es?

—¡Estoy libre!, ¡estoy libre, abuela! ¡Abrime, estoy libre! —escuchó del otro lado de la puerta.

Ángel Moreira, el Cachila, salió de la cárcel de Cerro Carancho, Rivera, a las 19.30 del lunes y la puerta de la abuela –en realidad es abuela de su expareja– fue la primera que golpeó.

—¡É casa de pobre! —grita la mujer, tres días después, a medida que va abriendo camino entre los recovecos del rancho. Llega a un fogón a leña, donde está cocinando un guiso de porotos. 

Se sienta al lado del Cachila, que sostiene portarretratos con fotos de sus tres hijos –la más grande, del corazón–, una carta escrita a mano que ellos le mandaron cuando estaba preso y que sus compañeros de celda le ayudaron a entender; y dos cuadros pintados a mano que él encargó para regalarles a los dos más chicos. 

A sus espaldas, ropa colgada. Adelante, un buggy. Sale humo de la boca del Cachila por el cigarrillo que se está fumando. Sale humo del fogón. Sale vapor de la olla con porotos. Sale vapor de la boca de la abuela, que habla: 

—La gurisita grande está en el Iname, en Paysandú. Está preciosa. No es parecida com ele. El gurisito sim, es igualito, igualito. Usted mira para ele y está mirando al gurí. 

El Cachila es el que Ángel Moreira dice que ya no es más, pero que la gente, cuando camina por la avenida principal de Rivera, se lo recuerda todo el tiempo. Le chocan manos, le gritan felicitaciones. Él se siente famoso y está convencido de que muchos están haciendo millones con su nombre. Y quiere morder de eso.

—¿Trajiste las milongas?

Pregunta por un par de miles que esperaba desde Montevideo. 

—Tengo que cobrar algo, no tengo ropa para ponerme. Cuando uno se va de la cárcel no se lleva nada. Es la ley del preso. Perdí casa, perdí mujer, perdí todo. Algo tengo que sacar. A vos te pagan buena plata para venir acá a escribir de mí. Yo miro películas…, sé.

Las novelas brasileñas, el truco y la canasta fueron el mayor entretenimiento del Cachila en los tres años y dos meses –machaca en la exactitud– que estuvo preso. Una semana en Cárcel Central, después en la cárcel de Rocha, después en Melo y el último tramo en Cerro Carancho. Primero, como coautor del homicidio especialmente agravado de Lola Chomnalez. Después siguió, pero por el delito de encubrimiento en el caso. 

El trabajo de la genetista Natalia Sandberg empujó la primera ficha del dominó cuando identificó al hombre que había dejado su ADN en las pertenencias de Lola. La última ficha cayó cuando el juez absolvió al Cachila al entender que no había pruebas para tenerlo preso –cuando apareció el presunto asesino, el vínculo del encubrimiento ya no le cuadró– y le abrió la reja de la cárcel.

En la ciudad de Rivera ya está oscuro y el Cachila entra en un salón de antigüedades. Al fondo, detrás del escritorio, el hombre con gorro de cuero y cordero lo recibe con gritos de bienvenida que mezcla en varios idiomas.

—Lo conocemos desde gurí, ¡me entraba con la bicicleta! “¡Quién dicere, me entrara con la bicicleta!”, “¡damme una monneda!” Y deelle una moneda. ¡Y ahí lo tenemos!¿Quién no lo conoce aquí? Él va a ser Ferrari a partir de ahora.

—Es italiano..., por eso... —interrumpe Moreira, que está cruzado de brazos con una sonrisa petrificada en la cara y asiente cada palabra que dice el comerciante. 

—¿Nosotros? ¡Ah, sorprendidos! Pero no solo nosotros, muuucha gente. Si bien es cosa de él…,  no lo teníamos por ese concepto. ¿Qué edad tenés, Cachila?

—38 —responde, parado contra una estantería que tiene miles de objetos viejos.

—¡Treinta anni que lo conocemos! Andaba sin frenos, sin nada. Era un niño, ¿qué le podés decir a un niño? Y así creció, entre todos nosotros. Lo queremos bien, que no haga macanas, siempre se lo dije, ¡él sabe! “¡Portate bien, Cachila!”. Ahora, usted no puede saber... 

El Cachila con Adelina, esperando que esté pronto el guiso de porotos.

El cuidacoches

Moreira es entreverado. No hizo la escuela. No sabe leer ni escribir. Se maneja con pocas palabras –algunas en español, otras en portugués, otras que no se entienden–, dice que está en la calle desde los 7 años, cuando se fue de la casa porque su padrastro le pegaba a la madre. Que es cuidacoches desde hace 24  y que es el patrón de la avenida Sarandí. 

Esta parte de la historia la confirman los que lo conocen de toda la vida. Otras partes, no. 

La mujer del local de antigüedades, también italiana, le pregunta:

—¿A los hijos ya los viste? 

—Ayer, por videollamada. La chica me dice: “Papito, estás lindo”. 

Moreira repite frases como un disco rayado: yo no tuve nada que ver, no hay pruebas, estaba drogado, quiero ver a mis hijos. 

—Yo no soy capaz de matar a una chiquilina y no soy capaz de nada porque tengo dos hijas. Estaba mirando la tele y le digo a mi mujer: “Mirá, mataron a una chiquilina en Valizas”. Y a los cuatro meses me cae la policía en mi casa. Me llevaron como perro. “Vamos, que sos el asesino de la gurisa”. Y me empujaban al hecho, me empujaban esposado en el hecho, y yo no conocía nada, ¿no ves que eso no tiene psicológica ninguna?

—Te dijeron asesino, ¿no? —le sonsaca Ignacio Morena, su abogado desde hace un mes y medio, pero con quien se conoce desde siempre. Están sentados en el living de su casa. La estufa a leña está con las brasas vivas y afuera llueve como torrente, lo que hace que haya que levantar la voz.

—Sí, me decían: “Asesino, tenés que pagar”. El milico me empujaba, el Chiquito, me llevaba al lugar donde apareció el cuerpo, que no conocía. 

Dice que en la primera declaración que hizo acerca de que había estado con Lola, en realidad estaba drogado. También dice que su abogado lo sacó de la cárcel, porque la última defensora pública lo tenía a chuco, y que, si todo termina bien, va a arreglar su vida y pagarle. Ahora su defensor, que fue el que se acercó al Cachila para convencerlo de que le diera el caso –y que se sorprendió con la decisión del juez–, dice que trabaja gratis.

—Te voy a cantar la posta: dije cualquier cosa que no debía decir, yo, mi conciencia, estoy limpia...

La carta que le hicieron los hijos cuando estaba en la cárcel. Sus compañeros de celda lo ayudaron a entender el mensaje.

Los primeros enredos

Después de varios cambios en el equipo de investigación del caso, en 2019 el fiscal Jorge Vaz revisó el expediente y tomó en cuenta las declaraciones del Cachila –que en un primer momento dijo ante la Justicia que estuvo con Lola en Valizas–, una llamada anónima que lo señalaba como involucrado en el homicidio, y la declaración de su pareja, con la que tiene una historia de enredos que detallará más adelante. Con la nueva lectura de la carpeta, el Cachila entró en la cárcel.

La siguiente fiscal, Jessica Pereira, pidió que se lo acusara por encubrimiento y no por homicidio. 

Para la familia de Lola –que apelará la absolución–, el Cachila dio detalles que lo ubicaban en la escena del crimen, y cree que si no hubiese estado ahí no los hubiese sabido. 

A él le cuesta explicarlo.

—¿Yo cómo explico? Que yo no sé de nada. Si ya agarraron al asesino de la chiquilina. ¿Qué más quieren? El tipo vio mi foto, la abogada le mostró, “¿lo conocés al fulano?”. Y dijo “no”. 

En la reconstrucción del homicidio, el Cachila describió que Lola cayó de rodillas. Eso también coincidía con la investigación criminal. 

—Y si coincidió, bueno, que siga coincidiendo entonces… —sacude la cabeza como si, en realidad, estuviera diciendo: no entendés, no hay caso.
Preguntarle qué hacía en Rocha, por qué dijo lo que dijo, cómo llegó adonde llegó, lo encoleriza.

—¡Yo nunca pisé Rocha, señora! No tienen pruebas contra mí. ¿Querés de eso? ¿Querés saber si yo estuve en Rocha? ¡No! No estuve en Rocha —grita. Después vuelve a bajar el tono—. Conozco Paysandú, Durazno, Melo, Salto, Punta del Este, Maldonado. Me gusta viajar, trabajé en el puerto de Punta del Este limpiando barcos dos meses, pasé un 31 y un 24 ahí. 

Leonardo David Sena, a quien detuvieron por el homicidio debido a que su ADN coincidía con el encontrado en las pertenencias de Lola, no admitió el asesinato. 

—Pero ¿cómo no va a reconocer si está la sangre de él en la mochila? Ya es prueba suficiente. Mi corazón está… Yo estoy limpio. Mi cabeza está así, mirá —lleva las palmas arriba de los hombros—. Si te tengo que contar todo me voy a volver loco. 

Cuando declaró, también dijo otro montón de cosas más que no coincidían con la escena del crimen y ese fue uno de los argumentos del juez, Juan Giménez, para deslindarlo. Consideró que la sola declaración del Cachila –que además era contradictoria– no alcanzaba para incriminarlo.

La vida en la calle

El Cachila tiene familia y no tiene. Eran doce hermanos pero murieron seis. 

—Por mal cuidados, la leche con mucha azúcar, agarraban mucha lombriz, la última murió de los pulmones. Ahora somos yo, mi hermana, este, el otro, la gurisa y la otra gurisa: somos seis. 

Y también dice, después, que su padrastro tenía once hermanos, y que mató a seis y que por eso estuvo preso. 

La madre del Cachila está en Florida. Dos de sus hijos en Montevideo. Su hija adoptiva en Paysandú. Serginho, su hermano, trabaja en Turil, su otro hermano es el que lo canalló. 

El comerciante italiano era uno de los que le daban frazadas para abrigarse cuando vivía en la calle. El martes, cuando volvió a verlo después de tres años, le dio $ 1.000.

Varios le dieron. Mientras se toma un capuchino sentado en la confitería City –dice que es el primero de su vida; después, que es el segundo– saca un fangote de billetes.

—Todo esto me lo dieron mis clientes. ¡Jefe, traeme otra!, yo lo pago —lo que pide es una segunda medialuna. Al día siguiente, cuando se tome un capuchino más en el mismo bar, dirá que es el cuarto.

Su abogado, que tiene 28 años y que cuando Moreira cayó preso todavía estaba estudiando, defiende su inocencia con tres argumentos: que hay un informe de Antel que muestra que el celular del Cachila no salió de Rivera entre el 26 y el 31 de diciembre de 2014, que su tía testificó que esos días habló con su sobrino y que Moreira le dijo que estaba en su casa, y que cómo el Cachila puede haber encubierto a una persona que no conoce cuando, dice, ni siquiera estuvo en Rocha. 

Mentira por “romper los huevos”

Hay algunos enredos más. Porque el Cachila es mitómano. Él no solo lo reconoce, sino que cuando quiere que lo que dice no suene a mentira usa latiguillos: te estoy diciendo la posta, te estoy cantando la justa.

Los informes del expediente judicial lo describen con cierto trastorno de personalidad y con tendencia a mentir. 

—Es verdad.

¿Es mentiroso?

—Sí.

¿En qué cosas miente?

—En pavadas. Por romper los huevos nomás. 

Moreira dice que todos lo quieren en Rivera –algo de eso se traduce en los comerciantes, a quienes él les llama clientes– pero después dice que se quiere ir porque tiene problemas en el barrio.

Con la ayuda de su abogado, “Dale, decile la posta”, cuenta que su hermano, también cuidacoches de la ciudad, lo canalló: tuvo una relación con la madre de los hijos del Cachila, y también tuvo un hijo con ella. Pero ahora ella está en pareja con otra mujer, que fue la que en 2015, según dice el Cachila, hizo una llamada anónima desde Montevideo para vincularlo con la muerte de Lola.

—Yo no tengo rencor. Yo quiero ver a mis hijos, todo legal. No quiero problemas, porque ella es muy miliquera. Si yo lo agarro a él lo pico, lo dejo como manzana, pero yo no quiero ensuciarme las manos. Estoy queriendo hacer las cosas bien, seguir la línea recta. No quiero ir torcido.

Ir torcido, para el Cachila, es volver a la época en que tuvo prisión domiciliaria por agarrarse a las piñas, o cuando fumaba pasta base, en la que dejó a sus hijos locos de hambre.

—En Carancho yo le pedía a Dios que me sacara porque eso no era para mí. Antes de eso hice una promesa con Dios, que me trajera a mi familia, Dios me cumplió, me la trajo, yo no cumplí con la promesa y empecé a fumar pasta de nuevo. Y Dios me puso en cana. No cumplí con la promesa y, bueno. Yo no soy creyente. Yo creo en Dios, creer es una cosa. Pero yo creo en Dios, Dios sabe que yo no cometí un delito ni un pecado. 

En la casa de su abogado, el Cachila está tenso. Tiene los ojos rojizos, la mirada rígida y siempre fija en algún lado: en la cara de otra persona, en un punto cualquiera.

Antes de irse, Morena se excusa y dice que, si no lo necesita, no lo acompañará a dar una vuelta.

—Vos, tranquilo, que mi boca está trancada con llave de oro —le dice el Cachila y hace una seña en sus labios como si tuviera un cierre.

Mientras tira medio tarro de azúcar en el capuchino y revuelve con la cuchara, dice que si sale todo bien quiere comprar una casa para los hijos: tres cuartos, una sala, un baño, un patio. Para que cuando él se muera ellos queden parados

—Mis hijos se criaron entre muchas peleas. Ellos se criaron solo violencia, solo violencia, solo violencia. Ya no corre más conmigo. 

Lleva los nombres de los hijos –la de 15, el de 11 y la de 8– tatuados: dos en los nudillos de las manos, uno en el pecho. Tiene otros tatuajes: un árbol, garabatos, un sol, todos estampados en los tres años que pasó en la cárcel. 

—Yo no te voy a mentir. He peleado con mi señora. Le pegué tres veces nomás, pero después me arrepentí. Le canto la verdad. Pero ella también me pegaba. Nosotros nos peleábamos por giladas, por celos, por el cuidado de los gurises. Ahora no va más.

Nunca vio a los padres de Lola en persona. Pero sí ensayó qué les diría si tuviera la chance. 

—Si me encontrara con la madre de la chiquilina, frente a ella, “Lamento por su hija”, y le digo gracias a Dios que agarraron al asesino. Le voy a cantar la justa a la señora, que yo, de mi parte, me comí tres años de garrón por las pavadas que dije, pero ya pasó. Pero por lo menos el padre y la madre están descansando en paz, ¿entendés?

De repente se queda colgado en otro punto fijo. Media sonrisa petrificada. Al fondo del bar, en la pantalla, un videoclip de mujeres bailando en bikini. 
Cuando estaba en la cárcel, la madre le giró plata y con eso compró un televisor. Ahora estaba enganchado con El Pantanal, que tuvo que dejar en pausa por toda la locura que vivió estos primeros días de libertad. 

—La pasé mal… —se acoda en la mesa, deja que sus manos le sostengan la cabeza y cuenta, por tercera vez, lo que vivió en la cárcel de Rocha, su primera parada de reclusión. 

Ya pasaron algunas horas y ahora el Cachila baja la guardia. 

Cuenta que los primeros cinco meses se llevaba bien con sus compañeros de celda, pero que después se complicó, que lo agarraron entre ocho y que lo acuchillaron en la pierna. Y que pasó en un calabozo. Que en la cárcel comía mal. Que la policía lo trataba mal. 

—Quedó todo tapado. Todo abajo de la manga. Me patotearon. Nunca peleé con nadie. La hice bien la cárcel. 

Dice que la comida que le daban estaba mala y que solo comía cuando le daban fideos o puré. 

—¿Quién va a comer la comida con catarro, con cables, con pelo de gatos?

En la mañana, apenas sale de la casa de la abuela, no hay lugar donde el Cachila no pare: en la verdulería al lado de las vías del tren lo recibe con un abrazo Juan Carlos Sánchez, el que hacía de guardagujas cuando pasaba el tren.

—“Buen día, buenas tardes, me voy a trabajar”: é mesmo que el Cachila era assim.

En la panadería que está en diagonal, lo mismo. 

—Qué mal rato pasaste, ¿no? —le dice el dueño, que tiene la misma edad que el Cachila. 

—Fua… 

—¿Hablaste con los gurises?

—Sí, están en Montevideo, ya me enteré de toda la canallada de mi hermano.

—Uno conoce al pichi y al que busca todos los días el pan. Sabíamos que iba a saltar la verdad… ¡El Cachila! El Cachila ficou conocido cuando le caiu la pared del estadio arriba…

Eso fue lo primero que lo hizo famoso en Rivera. Tenía 13 años y estaba robando ladrillos de un muro del estadio local para construirle una pared a su abuela. Empezó a sacar los de abajo y la pared se le vino encima. Estuvo en coma una semana. 

La euforia de los primeros días de libertad —y que no tiene nada que hacer— lo hace estar picando de calle en calle, de comercio en comercio. Visita viejos clientes que le daban propina por cuidar o lavar autos. De noche, toma pastillas para bajar y dormir. 

Para en otra provisión: en la de la esposa del padre de su expareja, Mabel, que filmó con el celular todas las notas que el Cachila dio a la prensa desde que salió. Y se las muestra a él, que ratifica con la cabeza todo lo que relata la voz en off. 

—¿Ves lo que dice? Vos pudiste estar en Valizas, pero tu celular estaba acá: eso es lo que te salvó —le explica ella. 

—Eso es lo que yo no entiendo, si yo nunca estuve en Valizas. 

—¿Viste? Entonces no sé. Lo importante es que apareció el que la mató. El abogado de Rocha dice que va a apelar…

—Y sí, van a tener que apelar porque no tienen prueba nenhuma contra mí. 

—Lo que usted pasó foi por bocón, tem que cerrar la boca, rapai. Tem que cuidar lo que dice, los periodistas son assim, le tiran, le buscan la boca…

El Cachila se prende otro cigarrillo y le tira de la lengua para que le cuente qué pasó en estos años que no estuvo en Rivera.

—Mirá que estaba en la cárcel y yo sabía todo, me enteraba de todo, que los gurises míos estaban pidiendo…

Fantasías, las dudas, y lo que queda atrás

Para en otro almacén, pasa por la casa que estaba construyendo antes de caer preso, cuando vivía con su pareja y sus hijos, que ahora está trancada. Entra en lo de Yuri, un freeshop donde se compró ropa apenas salió. Pasa por el Centro de Enfermería, pregunta por alguien que no está. Entra en una licorería, lo saluda el dueño. Y un cliente, veterano, le dice que, aunque el Cachila no se acuerde de él, le desea que todo vaya bien. Después entra en un consultorio odontológico donde le comentan que salió de la cárcel hecho un globo. 

No hay comerciante que salude al Cachila y no diga, de una manera u otra, que él siempre estuvo ahí. Pero ninguno sabe responder por qué, si cree eso, no fue a testificar para evitar que estuviera preso tres años.

Él dice que no quería molestar a los clientes para que declararan a su favor y que su familia, además, se entreveró, y declaró mal. Pero que ya fue. Y ahora planifica, con la plata que todavía no ganó en el establecimiento rural en el que todavía no trabaja, que se llevará a sus hijos a Florianópolis, a sacarlos del infierno, a que respiren aire, a que disfruten la vida.

—El Cachila fala muita fantasia, no le da —dice el recepcionista del consultorio odontológico y se golpea la cabeza con el puño cerrado—. No le da para hacer una coisa assim. 

El Cachila, con la sonrisa petrificada y los brazos cruzados, asiente.

Esa es su calle, Faustino Carámbula, donde cuidó autos durante años y no hay quien no le muestre todos los dientes apenas lo ve. Donde llegó a hacer $ 5.000 en una noche. Más que limpiando barcos, más que cortando el pasto, más que ayudando en una cocina de Tristán Narvaja en Montevideo, de donde salía a las 4 de la mañana y se llevaba $ 500. 

Pero ya no quiere más la calle, no quiere ser más el Cachila. Ahora quiere ser el Tekashi: el que canta con Anuel, el que estuvo preso. 

Con el comando de voz del celular pide que le aparezca un video –“¿Vos sabés la vida que tuvo ese loco? Las que pasó”– para mostrar la música que a él le gusta.

Mientras sigue recorriendo la calle a la espera de que su nuevo patrón lo llame y se lo lleve a trabajar a campaña, a hacer las cosas bien, comenta: 

—Al dentista no hay que creerle, dice cualquier cosa.

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