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22 de septiembre 2025 - 12:28hs

En el Proyecto de Ley de Presupuesto asoma una criatura burocrática de nombre pomposo: la Secretaría de Litigio Estratégico del Estado. El título, hay que reconocerlo, tiene bellísimas pretensiones de elucubración académica con ínfulas de laboratorio jurídico; en la práctica, parecería ser un mecanismo prosaico destinado a poner cierto orden en los anaqueles de expedientes judiciales y arbitrales del Estado.

Como mera anécdota histórica, Cicerón tenía por costumbre arrastrar baúles de expedientes por las calles de Roma, muchas veces vacíos, con el único propósito de aparentar que los juicios a su cargo eran de una dificultad prodigiosa. Y, dado que en estos pagos naides es Cicerón —aunque abundan latinazgos de embrutecido copypaste—, conviene atemperar el histrionismo institucional o, al menos, contener sus efectos corrosivos sobre las garantías y los derechos fundamentales de los ciudadanos.

Examinemos detenidamente este último punto.

La mentada estrategia en estos litigios de interés estatal tiene poco de razonamiento prusiano y mucho de contabilidad aplicada. Los casos singularmente complejos —arbitrajes internacionales que paranoiquean las reservas del Banco Central— se resuelven con despachos extranjeros altamente especializados, tanto en la teoría como en la intriga palaciega, y que cobran en dólares la hora lo mismo que un abogado uruguayo gana en un mes. The big decision, entonces, no radica en trazar un plan maestro jurídico, sino en identificar qué bufete ofrece la mejor propuesta de honorarios. Es decir, un clásico dilema de costo/beneficio: cómo evitar pagar espejitos de colores y memorandos llenos de anglicismos inútiles—como en este texto—que no se traducen en fallos favorables. Lo estratégico, en todo caso, no es litigar, sino revisar las facturas con lupa y no dejar que te cuenten horas que empiezan a las siete de la mañana y terminan en business class rumbo a Nueva York a la noche.

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De modo que, más allá del empalagoso nomen iuris—¡qué tentación permanente!—allí no parece anidar un problema real, ni siquiera si se lo leyera como el germen de un eventual Ministerio de Justicia: una obsesión gubernamental cuyo fervor instituyente resulta enigmático frente a los múltiples y complejos problemas estructurales que aquejan a la República. Aún así, concedamos una flor en medio de tanto balbuceo crítico: los arranques oficiales suelen limitarse a cambiar el cartel de los mismos organismos, mover fichas en el tablero de funcionarios y ensayar proclamas tan elegantes en la forma como inviables en su concreción presupuestaria. Y, para sorpresa de la burocracia criolla, esa liturgia de bautismos institucionales refuerza la convicción ciudadana de que, aunque todo se renombre, al final nada cambia. Desde la técnica jurídica, hasta aquí, nada cabe objetar.

Lo verdaderamente relevante son los poderes administrativos de policía conferidos a la nueva Secretaría de Litigio Estratégico del Estado (SLEE), que parecen haber sido trasplantados — otra vez sopa (de letras): operación de copy–paste— de las competencias atribuidas a la Secretaría de Inteligencia Estratégica del Estado (SIEE). Pero con la diferencia fundamental de que esta última, al menos, se encuentra sometida a un entramado de controles judiciales y parlamentarios que ofician de dique contentor frente a eventuales desbordes en el ejercicio de una función determinante para las cuentas publicas. Para empezar, según el artículo 12 de la Ley 19.696 (Sistema Nacional de Inteligencia del Estado), el Director de la Secretaría de Inteligencia Estratégica del Estado requiere, para su designación, la venia de la Cámara de Senadores.

Superado este litigiosamente estratégico y paparulo exordio, venimos a proponer una lectura constitucionalmente más exigente sobre los poderes asignados. Particularmente, sobre la protección de la privacidad, sin detenernos en el diseño jurídicamente inocuo de la SLEE ni en los rutinarios desplazamientos de unidades ministeriales y sus competencias administrativas. Lo cierto es que la proyectada SLEE ostenta y detenta poderes de requerimiento y extracción de información en cualquier oficina del deep state. Aunque sin una rigurosa exigencia de justificación normativa de sus hipotéticas solicitudes y, sobre todo, sin deberes jurídicos de preservación de la información ni control parlamentario, como es el caso de la SIEE. Todo esto claro, según el texto del Proyecto y ello, a todas luces, vulnera las normas que regulan las intrusiones constitucionalmente admitidas en la privacidad de los ciudadanos.

En efecto, la SIEE, a diferencia de la SLEE, sí rinde cuentas parlamentarias y está sujeta a contrapesos republicanos, entre otras razones porque dispone de la facultad administrativa —regulada en el art. 11 de la Ley de Inteligencia— de requerir la información que estime necesaria de los órganos estatales, así como de las personas públicas no estatales o de las personas jurídicas de derecho privado cuyo capital social esté constituido, en parte o en su totalidad, por participaciones, cuotas sociales o acciones nominativas propiedad del Estado o de personas públicas no estatales(sic). Por su parte, y según el Proyecto, la SLEE cuenta con las mismas facultades de fishing expedition; es decir, la posibilidad de requerir cualquier tipo de información, dato o colaboración de los organismos estatales, así como de las personas de derecho público no estatal y de las sociedades anónimas en las que participa el Estado, a efectos de cumplir con los cometidos que se le asignan respecto de los procesos jurisdiccionales(sic).

Pero, como mencionamos, y a pesar de la igualdad de poderes jurídicos de la SIEE y la SLEE, no aparece en el Proyecto de Ley de Presupuesto referencia alguna a deberes, restricciones o mecanismos concretos de rendición de cuentas que equilibren el poder desmesurado de perforar cualquier secreto estatal mediante una simple orden dotada de plazo perentorio y fundada en superiores intereses estatales. Verbigracia, en este Proyecto aparece una referencia justificativa a la “defensa de los intereses del Estado”, cuyo alcance resulta insoportablemente indeterminado en términos semánticos y, por lo mismo, jurídicamente inasequible.

Una formulación tan vaga contradice los principios elementales del garantismo jurídico y omite la quirúrgica precisión que exige la regulación de las excepciones a las garantías fundamentales, Ferrajoli dixit.

Nuevamente, en esta sopa de letras y nombres deberían introducirse correctivos que delimiten con precisión qué tipo de datos e información puede requerir la SLEE dentro de sus atribuciones, a fin de evitar que estas Secretarías—por ahora primas segundas— queden hermanadas en una relación normativamente incestuosa y que la búsqueda inteligente de información del Estado se decante perniciosamente en actividades de inteligencia prospectiva, sobre fuentes cerradas, de dudosa legalidad administrativa y constitucional.

El fantasma de Cicerón —y con él el del republicanismo satíricamente exquisito de Juvenal: quis custodiet ipsos custodes (1) — atraviesa estas reflexiones, custodiando baúles que resguardan la privacidad ciudadana –—aunque solo sean calzones y bombachas— y recordando siempre que la República —valor de carísimo interés de Estado— se defiende enunciando con rigor los deberes de sus administradores.

(1) En Sátiras de Juvenal, traducción de Bartolomé Segura Ramos, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1996, páginas 73 y 74, se traduce como ¿Quién guardará a los propios guardas? Aunque puede ser más conveniente para la comprensión institucional de esta fina reflexión republicana, leerla como ¿Quién vigilará a los propios vigilantes?

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